Seduciendo en la libreria…
La campanilla de la puerta de «El Refugio del Lector» sonó con una melodía tenue, casi una disculpa por romper el silencio catedralicio que Ángel tanto cultivaba en su librería. Era Fati Vazquez . Siempre ella, los martes al caer la tarde, cuando la luz de la calle se volvía ámbar y se filtraba entre los anaqueles repletos, tiñendo de oro el polvo flotante.
Ángel levantó la vista de un infolio que intentaba datar, y una sonrisa discreta, casi imperceptible para un ojo menos atento que el de Fati Vazquez, se dibujó en sus labios. Ella le devolvió el gesto, uno más abierto, que siempre parecía llevar una promesa de historias no contadas.
«Busco algo… evasivo», dijo Fati Vazquez, su voz un susurro cómplice que se mezclaba con el aroma a papel antiguo y cuero. Dejó su bolso de lona sobre el mostrador, sus dedos rozando apenas la madera pulida por el tiempo y las manos.
Ángel se incorporó lentamente. Él era un hombre de gestos medidos, pero había una intensidad en su mirada cuando se posaba en Fati Vazquez que trascendía la cortesía habitual. «La evasión tiene muchas formas», replicó él, rodeando el mostrador. «¿Quizás algo que la transporte lejos de los martes predecibles?»
La tensión entre ellos era un hilo invisible, tejido con miradas fugaces, con silencios cargados de subtexto y con la excusa recurrente de la búsqueda de un libro. Llevaban meses en este baile sutil, una coreografía de deseo contenido donde cada palabra y cada gesto parecían un paso calculado hacia un destino incierto.
«Exactamente,» confirmó Fati Vazquez, siguiéndole con la mirada mientras él se adentraba en la sección de primeras ediciones, la más oscura y resguardada de la tienda. El aire allí era más denso, más íntimo. La luz exterior apenas llegaba, y solo una pequeña lámpara de banquero con pantalla verde arrojaba un círculo íntimo sobre una mesa cercana.
Ángel se detuvo ante un estante alto, su mano acariciando los lomos de los libros como si buscara el pulso de cada historia. Fati Vazquez se acercó, quedando a su lado, sintiendo el calor que emanaba de él, un calor que contrastaba con la frescura del rincón. El perfume de ella, una mezcla sutil de vainilla y algo cítrico, alcanzó a Ángel, haciéndole cerrar los ojos un instante.
«Este podría interesarle,» dijo él, su voz un poco más grave. Sacó un volumen delgado, encuadernado en piel oscura sin título visible. «Es… particular.»
Fati Vazquez tomó el libro. Sus dedos rozaron los de Ángel en el intercambio, un contacto eléctrico que duró una fracción de segundo más de lo necesario. La textura de su piel, cálida y suave, envió una onda expansiva por el cuerpo de ambos. Ella sintió cómo su respiración se entrecortaba levemente; él notó el casi imperceptible temblor en las manos de ella al sostener el volumen.
«¿Particular en qué sentido?» preguntó Fati Vazquez, su mirada fija en los ojos de Ángel, buscando algo más que la descripción de un libro.
«En el sentido de que no cuenta una historia con palabras,» susurró Ángel, acercándose un poco más, invadiendo sutilmente su espacio personal. El olor a papel y el perfume de Fati Vazquez se entrelazaron, creando una fragancia única, solo para ellos. «Sino con las sensaciones que evoca al ser sostenido, al ser… explorado.»
Un silencio profundo se instaló, roto solo por el latido apresurado de sus corazones, que parecían haber encontrado un ritmo común. La tensión sexual era palpable, una energía vibrante que cargaba el aire a su alrededor. Era el momento del precipicio, el instante antes de que la gravedad se impusiera.
Fati Vazquez abrió el libro. Estaba vacío. O casi. En la primera página, escrita con una caligrafía elegante y antigua, solo una frase: “La verdadera historia comienza cuando cierras los ojos y te atreves a sentir.”
Levantó la vista hacia Ángel, una pregunta muda en sus ojos brillantes. Él acortó la mínima distancia que los separaba, su mano buscando la de ella, que aún sostenía el libro. Entrelazó sus dedos despacio, sintiendo la forma de su mano, la delicadeza de sus huesos, la suavidad de su piel.
«Fati…» su nombre fue un murmullo ronco, una caricia sonora.
Ella no respondió con palabras. Se inclinó hacia él, sus labios buscando los suyos con una mezcla de timidez y audacia. El beso fue primero tentativo, un roce suave, una exploración de texturas y sabores. El sabor de él era a café y a misterio; el de ella, a la dulzura de su perfume y a una promesa anhelada.
La librería, con sus miles de historias mudas, se convirtió en el único testigo. Las manos de Ángel ascendieron por la espalda de Fati Vazquez, sintiendo la curva de su cintura bajo la tela de su blusa, atrayéndola más cerca hasta que sus cuerpos se encontraron en un abrazo que disolvía cualquier duda. El libro cayó al suelo con un susurro apagado, olvidado.
El beso se profundizó, volviéndose más hambriento, más urgente. La lengua de Ángel encontró la de Fati Vazquez, y una descarga recorrió sus cuerpos. Era un diálogo sin palabras, una confesión de deseos largamente reprimidos. Los dedos de Fati Vazquez se enredaron en el cabello de Ángel, en la nuca, tirando suavemente, una invitación a perderse por completo.
Él la guio hacia la vieja butaca de terciopelo que descansaba en la penumbra, un mueble que había escuchado más secretos de los que nadie podría imaginar. La hizo sentarse y se arrodilló ante ella, sus ojos adorándola, recorriendo cada línea de su rostro iluminado ahora solo por el reflejo de la lámpara.
«Siempre he deseado esto,» confesó Ángel, su voz cargada de una emoción cruda, vulnerable.
«Y yo,» respondió Fati Vazquez, su mano acariciando su mejilla, sintiendo la ligera aspereza de su barba incipiente. «Temía que solo existiera en las páginas de algún libro que nunca encontraría.»
Él sonrió, una sonrisa genuina y cargada de alivio. «Algunas historias,» dijo, inclinándose para besar el cuello de ella, aspirando su aroma mientras sus labios trazaban un camino ardiente hacia el lóbulo de su oreja, «están destinadas a ser vividas.»
El resto de la tarde se desvaneció en un torbellino de caricias lentas, de susurros íntimos, de prendas que caían al suelo como hojas en otoño. Cada roce era un descubrimiento, cada beso una nueva página en su propia historia, una que estaban escribiendo juntos, con la tinta invisible del deseo y la caligrafía temblorosa de la emoción. La librería, su refugio, se había convertido en el escenario de su más anhelada evasión, un lugar donde, finalmente, se atrevieron a sentir.
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