Acudí, como cada año, a mi querido pueblo para escapar de la rutina y disfrutar de unas vacaciones. Siempre había sido un lugar de paz, pero esta vez, algo en el aire parecía distinto.
La primera mañana me dirigí directamente a la playa, deseosa de sentir la brisa marina. El sol apenas había comenzado a calentar, y la playa estaba casi desierta, solo algún paseante ocasional. Entonces lo vi. Un chico caminaba lentamente, como si estuviera perdido en sus pensamientos, o buscando algo. Su bañador blanco contrastaba con su piel bronceada, que brillaba bajo el sol matutino.
Lo seguí con la mirada mientras se alejaba hacia las rocas en el extremo de la playa. Caminaba con una calma cautivadora, y no pude evitar sentir una atracción inmediata. Llegó hasta las rocas, se detuvo, miró hacia el horizonte y luego, lentamente, volvió sobre sus pasos. En ese momento, nuestras miradas se cruzaron. Su expresión tenía algo desafiante, algo que me invitaba a seguirlo. Y lo hice.
A cada paso que daba detrás de él, sentía cómo la tensión crecía en mi cuerpo. Sus caderas se movían con una cadencia irresistible, como si todo en él estuviera diseñado para seducirme. Llegamos a las rocas de nuevo. Esta vez, se detuvo y se giró hacia mí, sin decir nada. Se quitó el bañador con una tranquilidad que me desarmó, y allí, completamente desnudo, se recostó en la arena, su cuerpo extendido, perfecto bajo el sol.
Me acerqué despacio, sin apartar la mirada de sus ojos, que me seguían con una mezcla de desafío y deseo. Me senté a su lado, y cuando nuestras pieles apenas se rozaron, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Él sonrió, una sonrisa segura, como si supiera exactamente el efecto que estaba provocando en mí.
—¿De dónde eres? —me preguntó con voz suave, casi un susurro.
Le respondí que era de Barcelona, igual que él, y eso pareció unirnos de una forma inesperada. Seguimos hablando, aunque mi mente ya no estaba en las palabras. Mis ojos no podían apartarse de su cuerpo, y él lo sabía. Parecía disfrutar con cada mirada que le lanzaba, consciente de su poder sobre mí.
Se inclinó hacia mí, tan cerca que podía sentir su aliento sobre mi cuello. Sus dedos rozaron suavemente mi espalda, deslizándose como si marcaran el camino que yo debía seguir. Un calor intenso me invadió, y sin pensarlo, dejé que mi mano acariciara su pecho, recorriendo su piel. Él no se detuvo, no mostró ninguna señal de detener lo que estaba ocurriendo. Al contrario, sus caricias fueron más atrevidas, más íntimas.
Dejamos de hablar. Ya no había palabras necesarias. El deseo que flotaba entre nosotros había alcanzado su punto máximo. La arena bajo nosotros se convirtió en el único testigo de lo que siguió. Nuestros cuerpos se fundieron, movidos por un instinto primitivo, carnal, sin freno. No había nadie cerca. Solo él, yo, y el sonido del mar, cubriéndonos mientras nos entregábamos el uno al otro.
El tiempo pareció detenerse durante esos días de vacaciones. Cada mañana, nos encontrábamos en la misma playa, y todo volvía a empezar. Las caricias, los susurros, los encuentros furtivos. No había promesas ni explicaciones. Solo la necesidad de sentirnos una vez más.
Al final de esos quince días, me confesó que tenía novia. Su sinceridad me sorprendió, pero no cambió nada. Sabíamos que lo nuestro no era más que un escape, una fantasía en la que ambos habíamos querido sumergirnos. Me preguntó si nos veríamos en Barcelona, y aunque su confesión dejaba poco espacio para el futuro, intercambiamos nuestros teléfonos.
Ya en la ciudad, hemos salido tres veces. Cada encuentro en un rincón oscuro de un bar, donde nuestras manos exploran, nuestros cuerpos se buscan de nuevo. Me ha invitado a su boda, una ironía que no deja de dar vueltas en mi cabeza. Él está a punto de casarse, pero parece que aún desea tenerme cerca. Y yo, soltera, me pregunto hasta dónde está dispuesto a llegar.